Dolores Clayborne by King Stephen

Dolores Clayborne by King Stephen

autor:King, Stephen [King, Stephen]
Format: epub, mobi
Tags: General Interest
publicado: 2009-12-12T13:58:34+00:00


Y… ¿sabéis una cosa? Parecíanfantasmas polvorientos.

Entré corriendo por la puerta de la cocina y volé escaleras arriba con toda la fuerza que me permitían las piernas y ella no paraba de gritar y gritar y gritar. Se me empezó a caer el sujetador y al llegar al rellano de atrás miré alrededor, segura de que vería a Joe levantándose y tratando de agarrarme.Luego miré hacia el otro lado y vi a Vera. Había recorrido tres cuartas partes de la sala, camino de la escalera frontal, y se alejaba de espaldas a mí sin dejar de gritar. Tenía una gran mancha marrón en el trasero de la bata porque se lo había hecho encima: esta vez no era por puterío ni por maldad, sino por puro miedo.

La silla de ruedas estaba cruzada ante la puerta de la habitación. Habría soltado el freno al ver lo que la asustaba. Hasta entonces, cuando le daban ataques de horror sólo podía quedarse sentada o tumbada donde estuviera y pedir ayuda, y mucha gente os confirmaría que no era capaz de moverse por sí misma, pero ayer sí lo hizo: lo juro. Soltó el freno de la silla, le dio la vuelta, cruzó la habitación y luego no sé cómo se levantó, la dejó cruzada en el umbral y se arrastró hasta el vestiibulo.

Me quedé helada durante uno o dos segundos viendo cómo se arrastraba y pensando qué habría visto, qué podía ser tan terrible como para que hiciera eso, para que caminara cuando se suponía que ya no era capaz, qué podía ser aquello que ella sólo conseguía llamar «pelusa».

Pero entonces vi a dónde se dirigía: directa hacia las escaleras.

–¡Vera! – chillé-. ¡Vera, basta de locuras! ¡Te vas a caer! ¡Para!

Luego corrí tanto como pude. La sensación de que todo eso ocurría por segunda vez volvió a asaltarme, sólo que en esta ocasión sentí que yo era Joe, que era yo quien trataba de agarrarse a algo.

No sé si no me oyó o si tal vez en su confuso estado creyó que yo me hallaba delante de ella y no detrás. Lo único que sé es que siguió gritando:

–¡Dolores, socorro! ¡Ayúdame, Dolores! ¡Las pelusas! – Y caminó aún más rápido.

Ya casi había recorrido todo el rellano. Yo pasé corriendo por delante de la puerta de su habitación y me di un buen golpetazo en el tobillo con uno de los apoyapiés de la silla de ruedas: mirad, aquí, todavía tengo el morado. Corrí con todas mis fuerzas gritando:

–¡Para, Vera! ¡Para!

Traspuso el rellano y avanzó un pie en el vacío. Ya no podía salvarla por mucho que lo intentara. Lo único que podía hacer era tirarme con ella, pero en una situación como ésa no se puede pensar ni calcular los costes. Salté hacia ella en el mismo momento en que su pie recorría el aire y ella empezaba a caer hacia delante. Tuve una última visión de su cara. Creo que no se había enterado de lo que estaba ocurriendo. En su rostro sólo había puro pánico.



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